Artículo de Reflexión
El duelo por suicidio: “esa larga y peligrosa noche del alma”[1]
The Mourning of a Suicide: “That long and dangerous night of the soul”
El duelo por suicidio: “esa larga y peligrosa noche del alma”[1]
Revista Virtual Universidad Católica del Norte, núm. 70, pp. 333-367, 2023
Fundación Universitaria Católica del Norte
Recepción: 21 Enero 2023
Aprobación: 04 Agosto 2023
Resumen: El texto propone una reflexión derivada de un estudio cuyo objetivo fue comprender cómo se representa la experiencia del duelo en narrativas autobiográficas literarias sobre pérdidas disruptivas, y explorar la función que cumple la escritura en el proceso de duelo. Este artículo se concentra en el eje del duelo por suicidio a partir de la interpretación formal de la memoria Cuando muere el hijo, del escritor Abel Posse (2013). La metodología fue biográfico-narrativa, con enfoque hermenéutico y estrategias de investigación documental. En cuanto a los resultados, la memoria revela algunas particularidades del duelo por suicidio, como son el peso del estigma social, los enigmas que rodean la decisión del fallecido, las preguntas por la participación en el acto, la desestimación del vínculo que se sostenía con el suicida y el perturbador encuentro del cadáver. Es posible concluir que la escritura se torna para Posse en un medio para ordenar la experiencia disruptiva de su duelo y dejar su letra, a modo de sistema de señales, para que otros tengan alguna luz en la oscuridad de esa larga y peligrosa noche.
Palabras clave: Disrupción, Duelo, Narración autobiográfica, Suicidio.
Abstract: This text proposes a reflection derived from a research whose objective was to understand how the experience of mourning is represented in literary autobiographical narratives concerning disruptive losses, and to explore the role of writing in the mourning process. This article focuses on the axis of suicide mourning based on the formal interpretation of the memoir "Cuando muere el hijo" [When the son dies], of the writer Abel Posse (2013). The methodology used was biographical-narrative, with a hermeneutic approach and documentary research strategies. As for the results, the memoir reveals some particularities of suicide mourning: the weight of the social stigma, the enigmas surrounding the decision of the deceased loved one, the questions about the participation in the fatal decision, the dismissal of the bond that was held with the suicide and the disturbing encounter of the corpse. It can be concluded that writing becomes for Posse a way to order his disruptive experience of grief and to leave his handwriting, as a system of signs, so that others may have some light in the darkness of that long and dangerous night.
Keywords: Disruption, Mourning, Autobiographical narration, Suicide.
Introducción
La reflexión propuesta en este texto parte de los resultados de una investigación cuyo objetivo fue comprender cómo se representa la experiencia del duelo en narrativas autobiográficas literarias sobre pérdidas disruptivas, y explorar la función que cumple la escritura en la elaboración del proceso de los dolientes. Se enmarca en la línea de estudios sobre el duelo en al ámbito de las narrativas autobiográficas, textos que testimonian la multiplicidad de sentidos que cada uno construye sobre su experiencia de perder algo amado y las particularidades con las que recorre los caminos del duelo (Arfuch, 2018; Avelar, 2000; Avieson et al., 2019; Díaz Facio Lince, 2014, 2019; Kristeva, 1997).
Los antecedentes históricos de la narración autobiográfica sobre el duelo se hallan en las escrituras últimas, aquellas que los humanos han utilizado tradicionalmente para enfrentar el desorden que deja la muerte de un ser amado o un miembro de la comunidad. En su estudio sobre la historia de este tipo de escritura, Petrucci (2013) refiere que ella nace cuando en la ritualización funeraria empiezan a demarcarse los lugares donde yacen los distintos difuntos con la intención de preservar la identidad y la memoria de cada uno. La función ritual de la escritura se basa en que ingresa la muerte en el discurso, un acto de lenguaje que separa a los muertos de los vivos, destinando el tiempo del pasado para los primeros, mientras ordena el espacio del presente para los segundos (De Certeau, 1999). Cumple así con los propósitos ordenadores que tienen los rituales de duelo: por un lado, honrar al muerto y ayudarlo transitar hacia su destino post-mortem; por otro lado, permitir al deudo la expresión del dolor y la elaboración del sentimiento de culpa que emerge de la ambivalencia afectiva latente en el vínculo con quien murió (Díaz Facio Lince, 2019; Thomas, 1991).
Diversas formas de escritura tienen en su trasfondo este carácter ritualístico: epitafios, elegías, obituarios, escritos privados y públicos. De esta misma fuente brotan obras literarias autobiográficas en las que los escritores narran la intimidad de sus pérdidas; son estas las memorias de duelo, relatos que privilegian la reflexión acerca de una pérdida significativa, exploran retrospectivamente la experiencia de la ruptura, ordenan narrativamente la existencia fracturada y se esfuerza en construir sentidos frente a lo vivido. Este género tomó fuerza en el ámbito literario occidental en la segunda mitad del siglo XX, en contextos que estaban superando periodos de guerras, dictaduras y conflictos sociales, con énfasis en la narración de experiencias de violencia que marcaron la vida de autores quienes, por medio de la escritura, intentaron dotar de sentido sus vivencias de horror (Caruth, 2021; Kertesz, 2001; La Capra, 1998; Levi, 2008; Semprún, 1997).
Estas memorias escritas en contextos sociales violentos abonaron también el terreno para la publicación de historias de sufrimiento que concernían al ámbito privado; empezaron entonces a hacerse públicas narraciones íntimas sobre otros temas relativos a las pérdidas y al sufrimiento humano como la enfermedad, la vejez, el suicidio, entre otros, los cuales, hasta el momento, estaban recubiertos por la vergüenza y el recato (Arfuch, 2018; Gilmore, 2001).
La proliferación de estas memorias de duelo en las últimas décadas sucede, paradójicamente, en la época que el historiador Philippe Ariès (1982) llama la de la “muerte prohibida” (p. 83) la mentalidad cultural que desde el siglo XX atraviesa a Occidente como efecto del cuestionamiento que la racionalidad moderna hizo de la certeza de la vida ultraterrena y de las lógicas de la sociedad industrializada, donde “priman los valores narcisistas de felicidad, poder, lucro” (Alizade, 1996, p. 28). Es un período donde la muerte, otrora familiar y amaestrada, se torna un mal que hay que erradicar con medios técnicos y tecnológicos que medicalizan en extremo la vida y el final de esta, y con distintas formas de excluirla del discurso cotidiano. Pero, en medio de esta mentalidad que acalla la muerte y todo lo que la evoque, cada uno apela a distintos recursos para afrontar el inevitable dolor que provoca la finitud de la vida y de los vínculos. Particularmente, este ha sido fuente para distintas formas de creación artística y narrativa con las que los sujetos nombran y trabajan simbólicamente el dolor de la desvinculación, transgrediendo así el ordenamiento de la época que los condena al silencio y al sufrimiento solitario (Díaz Facio Lince, 2019).
Con este marco, este estudio se interesó por investigar memorias de duelo por pérdidas disruptivas que suelen ser acalladas en el ámbito social; experiencias que por su carácter súbito y violento cuestionan las leyes supuestas que orientan la existencia de quienes las sufren y afectan gravemente sus vidas y la de sus entornos. Uno de sus focos de atención fue el de las narrativas sobre el suicidio de un ser significativo; una pérdida con alta carga de disruptividad, tanto por el carácter abrupto y muchas veces violento de la muerte autoinfligida como por la marca de tabú social que ella porta.
Este tabú que atraviesa la experiencia de los dolientes se arraiga en la historia de un acto considerado desde la Antigüedad como una forma de mala muerte. Di Nola (2006) muestra cómo, desde entonces y con mayor fuerza en la Edad Media, el veto al suicidio y el temor a quienes lo llevaban a cabo se arraigó en la mentalidad occidental por el imaginario de que, al quedar excluidos tanto del cielo como del infierno, el alma desasosegada estaba condenada a errar en la tierra y portaba poderes terribles que representaban graves riesgos para la comunidad. Como defensa ante el peligro potencial y como sanción ejemplarizante para desestimar el acto se aplicaban diversos castigos al cadáver, como ser arrastrado o exhibido ignominiosamente ante la comunidad, se dictaminó que no podía ser honrado con ningún rito funerario, se prohibió su entierro en los camposantos; además, se estableció la confiscación de los bienes del muerto y la difamación de su memoria. Todo esto hizo que la figura del suicida se recubriera de temores supersticiosos que convirtieron el acto en un tabú que no debía ser nombrado.
En la época moderna, marcada por la Ilustración y el desarrollo de la ciencia, surgieron debates filosóficos, sociológicos y médicos que dotaron esta muerte de interpretaciones racionalistas que ayudaron a desmitificarla. Sin embargo, aunque se fueron moderando las sanciones religiosas y legales contra quien muere por mano propia, en el imaginario cultural perdura el terror, la estigmatización y el silencio frente a un acto que mantiene su carácter tabú por atentar contra las que se asumen como leyes naturales o divinas y por confrontar a los humanos con su potencia autodestructiva (Di Nola, 2006).
Este contexto explica por qué, a pesar de su alta incidencia en el ámbito mundial y de las múltiples afectaciones psíquicas y sociales que el suicidio genera, este suela ser acallado por los mismos dolientes y por las sociedades en las que están inmersos, lo que tiñe el duelo con el vacío de palabras para nombrar una muerte disruptiva difícil de aceptar y comprender; con la mirada de una sociedad que estigmatiza la decisión de una muerte voluntaria, con la dificultad para hallar un acompañamiento sin tapujos (Garciandía Imaz, 2013; Pérez, 2011; Supiano et al., 2017; Walker, 2017). Ante un duelo silenciado socialmente y poco estudiado por las disciplinas humanas, este trabajo consideró importante dejar resonar los escritos de narradores afectados por esta pérdida para comprender las particularidades de su experiencia y las lógicas de su elaboración. Con este fin, se exploró cómo los dolientes enfrentan con la escritura la paradoja de intentar nombrar lo innombrable de su pérdida y apelan a rodeos literarios para convertir su vivencia disruptiva en la experiencia narrada de sus duelos.
Como referente conceptual, se trabajaron las categorías de duelo, duelo por suicidio y disrupción. Con respecto a la primera, el duelo se consideró una definición comprensiva del duelo basada en la intertextualidad entre teorías y autores relevantes para el estudio psicoanalítico y psicológico sobre este tema (Bottomley et al., 2022; Freud, 1981a/1917; Milman, et al., 2017; Nasio, 1997; Neimeyer, 2007; Parkes, 2021; Rando, 2018; Smigelsky et al., 2020; Stroebe et al., 2017). Se entiende que el duelo es la respuesta afectiva ante la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente y que se caracteriza por “un doloroso estado de ánimo, el desinterés por el mundo exterior, la incapacidad de elegir un nuevo objeto de amor, y el alejamiento de toda actividad que no se relacione con la memoria del ser querido” (Freud, 1981a/1917, p. 2052). El duelo es un trabajo psíquico lento y doloroso, no un estado de atenuación automática del dolor, donde el doliente recorre una serie de movimientos lógicos, no lineales, en los que se debate entre varios contrarios: entre la realidad de la pérdida y su negación, la cual es causada por la dificultad del psiquismo para renunciar a aquello que le ha provisto satisfacción; entre la tendencia a la vida que lo llama a asumirla sin lo perdido y el impulso mortífero que lo invita a anclarse en el dolor; entre la tristeza por la ausencia del amado, y el alivio y la culpa provocados por los sentimientos ambivalentes que subyacen en la relación con él; entre la desestructuración de los significados que dan coherencia a su vida y la reorganización de estos de acuerdo con los sentidos que va construyendo frente a la pérdida. Mientras enfrenta estos debates, el doliente transita el camino del duelo que lo lleva a una reubicación del vínculo con lo perdido y a una transformación subjetiva que hace imposible la restauración del estado anterior a la pérdida (Díaz Facio Lince, 2019).
El duelo es siempre una experiencia singular entrecruzada por distintos mediadores como el lugar que ocupaba para el sujeto el ser perdido, la fuerza del lazo que lo unía a él, las características personales, la historia previa del doliente, el contexto social en que el duelo transcurre y la forma cómo la pérdida acontece (Worden, 1997). Este último mediador es central para considerar las particularidades del duelo por suicidio. El carácter súbito y con frecuencia violento de este acto despliega un cúmulo de emociones intensas y de preguntas sobre el acto mortal que hacen de este un duelo muy complejo. En su trabajo clínico con afectados por el suicidio de un ser amado, Altavilla (2002) encuentra que usualmente su proceso está atravesado por tres asuntos primordiales: el primero es el enigma en el que se concentran las preguntas del sobreviviente en torno a las razones que llevaron a su amado a tomar esa decisión; el segundo asunto es el legado, una especie de encargo que el doliente interpreta le dejó el suicida para que emprenda una investigación que conduzca a develar la verdad sobre lo sucedido; el tercer asunto es la participación, la cual se refiere a la responsabilidad que el sobreviviente cree tener en el acto suicida; esta se expresa, frecuentemente, en diversas y complejas formas del sentimiento de culpa.
Worden (1997) también describe algunas marcas comunes en un duelo que, según encuentra es sus investigaciones, suele ser muy intenso y de larga duración. Al igual que Altavilla, halla que es central la pregunta sobre el porqué del acto, la cual lleva a una búsqueda constante de explicaciones y de respuestas que suelen resultar insatisfactorias, y la culpa por lo que se hizo o se dejó de hacer y que pudo incitar o prevenir la muerte. Reseña además otras respuestas comunes en este duelo como la vergüenza del doliente frente a un acto contra el que persiste la marca de la estigmatización social; la afectación de la propia estimación, producto del rechazo radical del vínculo que se interpreta en la decisión del otro; la ira contra el muerto, la cual suele dispersarse en otros objetos o dirigirse contra sí mismo; y el miedo por la propia tendencia autodestructiva que pudiera llevar a un acto similar.
La categoría conceptual de la disrupción se integró para enriquecer la comprensión de la experiencia del duelo por las pérdidas de las que se ocupa el estudio, aquellas que ocurren de forma inesperada, muchas veces violenta, y que producen una fractura en la vida del sujeto. Es una noción propuesta por Benyakar (2016), la cual deriva del latín dirumpo que significa destrozar, hacer pedazos, romper, destruir, establecer discontinuidad. Se refiere al resultado de una implosión repentina del mundo externo en el mundo interno que altera el equilibrio de la vida psíquica. Lo disruptivo es una cualidad de los hechos del mundo externo que tienen la capacidad potencial de irrumpir en el psiquismo y producir reacciones que alteran su capacidad integradora, es decir, de situaciones capaces de provocar una discontinuidad en el proceso de elaboración psíquica. Sin importar su magnitud, los impactos con carácter disruptivo movilizan en forma negativa al psiquismo y pueden advenir en una vivencia traumática o movilizar el duelo y, con él, la transformación subjetiva (Benyakar, 2016; Díaz Facio Lince, 2019).
Metodología
En el contexto de los diseños cualitativos de investigación, se propone un estudio biográfico narrativo sobre memorias de duelo por suicidio publicadas y disponibles en el circuito editorial. Se trabajó el enfoque hermenéutico, basado en la capacidad humana de interpretar las distintas formas de producción simbólica que dan cuenta de la experiencia subjetiva y cultural. Desde este enfoque, sostiene Ricouer (2004) que lo que se interpreta es la proposición de mundo planteada por el autor en el texto y en la que el lector proyecta nuevas posibilidades del ser. La hermenéutica de memorias de disrupción y duelo busca una comprensión de las obras que privilegia el sentido del relato y sus nexos con la existencia humana; es la interpretación de la obra misma, y no la exploración de la psicobiografía de quien la escribe, la que aporta los sentidos posibles sobre el duelo por una pérdida disruptiva.
Para la selección de las obras, se utilizaron estrategias de investigación documental que permitieron rastrear memorias escritas hasta 2020 y que tratan sobre la experiencia de perder a un ser amado por suicidio. Se encontraron once obras (Tabla 1) con las que se hizo un trabajo descriptivo que permitió definir los criterios para el siguiente paso: la elección de una de ellas para la interpretación a profundidad. Para la selección se consideró que el contenido de la obra privilegiara el relato en torno al acto suicida y sus efectos en la experiencia del duelo narrado. En cuanto al estilo, se buscó que la memoria tuviera una escritura intimista, con riqueza simbólica y un uso elaborado de figuras literarias. Finalmente, se consideró que el propósito comunicativo del relato privilegiara la reflexión sobre la experiencia de un duelo complejo; se descartaron los relatos cuya intención es servir como una especie de manual de autoayuda para el lector o que se presentan ante este como un ejemplo a seguir de la recuperación exitosa de quien escribe.
Título de la memoria | Autor y fecha de publicación | Vínculo con el autor |
Desgracia impeorable | Peter Handke, 1972 | Madre |
Amarillo | Felix Romeo, 2008 | Amigo |
El arte de volar | Antonio Altarriba, 2009 | Padre |
Nada se opone a la noche | Delphine de Vigan, 2011 | Madre |
Cuando muere el hijo | Abel Posse, 2013 | Hijo |
Lo que no tiene nombre | Piedad Bonnet, 2013 | Hijo |
Koala | Lucas Bärfuss, 2014 | Hermano |
El salto de papá | Martín Sivak, 2017 | Padre |
La mirada de los peces | Sergio del Molino, 2017 | Profesor |
El dolor de los demás | Miguel Ángel Hernández, 2018 | Amigo |
Marión, 13 años para siempre | Nora Fraisse, 2019 | Hija |
Tres obras siguen los criterios establecidos: Lo que no tiene nombre (Bonnet, 2013), Nada se opone a la noche (de Vigan, 2011) y Cuando muere el hijo (Posse, 2013). Para la interpretación formal se privilegió esta última, primero, porque no se encontraron estudios previos que la trabajen bajo la pregunta sobre el duelo por un suicidio como sí sucede con la memoria de Bonnett (Díaz Facio Lince, 2019). Segundo, a diferencia de la obra de De Vigan, por haber sido escrita originalmente en castellano, lo que ayuda a conservar la fidelidad que los intérpretes buscan tanto en la trasmisión del contenido como de las formas, es decir, de la estética literaria que permite a los autores nombrar, muchas veces de forma indirecta, lo innombrable de la experiencia del suicidio de un amado. Finalmente, porque Posse logra transmitir la hondura y la complejidad de su duelo por el suicidio de su hijo adolescente; por la riqueza estilística, filosófica y literaria que enriquece un relato intimista y profundo, y porque la honesta expresividad de la narración revela la intención de poner en palabras a una vivencia caótica y de transmitir al lector la textura de los más hondos sentimientos. Las elaboraciones que se presenta a continuación se enfocan en la interpretación formal del Cuando muere un hijo; sin embargo, como se verá, el trabajo intertextual con las otras dos obras también nutre la reflexión sobre el duelo narrado por Abel Posse.
Preludio a Cuando muere el hijo (Posse, 2013)
Veintiséis años después del suicidio de su único hijo, Iván, Abel Posse (2013) lleva a la escritura la experiencia de haber enfrentado este suceso “inefable” (p. 39). Un dolor de muchos años que cobra vida en las letras, con tanta vivacidad que parece haber emergido hace solo un instante. Con la claridad de quien apenas se abisma en “el infierno sin llamas” (p. 19) que es el duelo, narra con una lucidez aciaga el encuentro con una muerte inesperada que, con sutileza, con “paso de gato” (p. 5), fue incursionando entre las horas de un fatídico domingo de enero, en un frío y taciturno París. Una muerte sin anuncios, sin presagios, expuesta en toda su crudeza en el seno del hogar. Una muerte que trae el sello de una decisión trascendente en la que el sujeto “se despoja a sí mismo, de sí mismo” (Améry, 1999, p. 38). Una que, habitando al deudo durante veintiséis años, emerge con toda la potencia del instante en que Posse se instaló en el reino de la muerte y del duelo.
Desafiando sus dudas sobre si escribiría o no acerca de este suceso y, más aún, su propia incredulidad en la literatura del dolor, Posse (2013) vuelve en su relato a aquellos años de silencio y prudencia, pues “Ni siquiera conté detalles de nuestro annus horribilis a mis amigos más íntimos o parientes” (p. 85). El paso de los años y la idea de que otros podrían estar pasando por “esa larga y peligrosa noche del alma” (p. 85), que es la muerte por suicidio de un hijo, lo impulsa a escribir una crónica sobre su vivencia, con la idea de que podría constituirse en un aliciente o, al menos, en “un modesto sistema de señales en la niebla del temporal” (p. 85); es decir, escribe en un gesto solidario con quienes sufren por un duelo semejante, su dolor migra hacia otros con la intención de resonar para aliviar o menguar la pena de ese dolor. Se puede colegir, además, que el autor —retomando a Borges—, encuentra en el “sosegado ejercicio de las letras” (p. 85), un modo de domar el dolor, “trascendente y revelador” (p. 85) que afirma la vida y potencia el espíritu creativo. La escritura constituye, a su vez, una forma de exorcismo, de exculpación de lo que, para él y su esposa, fue algo “Enorme” (p. 23), “El supremo horror” (p. 7).
En un estilo narrativo impecable, se va configurando el relato mediante el uso de reflexiones agudas y existenciales sobre el sentido de la vida, de la muerte, del sufrimiento; el dolor va emergiendo desde las honduras de un ser que pareciera estar transitando, apenas, el tormentoso encuentro con la muerte del amado. Ataviada de metáforas y expresiones con un profundo sentido, la narración ofrece con robustez la cruda vivencia de un padre ante la violenta decisión del hijo que ha decidido acabar con la vida. Pese a ser una narrativa escrita tantos años después del acto fatal de su hijo, Posse logra hacer una radiografía vívida de lo exigente que este impase fue para su psiquismo; a pesar de este largo trayecto sin él, los trazos del sufrimiento impregnan la obra de un modo atemporal; el dolor se esculpe de una manera vívida, sin rodeos, no bajo la forma de la afectación psicológica, sino a través de refinadas construcciones literarias y filosóficas, de profundas reflexiones sobre la existencia y la experiencia de tener que aprender a vivir con la elección de la muerte voluntaria del otro: el escritor posa desnudo, en su condición de doliente por la muerte del hijo, pos suicidio.
La construcción reflexiva que se presenta a continuación se basa en los ejes de sentido desplegados en el trabajo hermenéutico del texto de Posse (2013). Se explora, primero, la configuración literaria de la experiencia del tiempo y del espacio en esta memoria; se trabaja luego el impacto que el encuentro con el cadáver del hijo tiene para el padre doliente; finalmente, se reflexiona sobre cuatro particularidades que marcan el duelo por suicidio en el relato interpretado y que se encuentran como trazas comunes en las otras memorias trabajadas; estas son: el enigma frente al acto, la pregunta por la participación, el estigma social y la desestimación del doliente.
Experiencias del tiempo y del espacio en el duelo narrado: “Días interminables y vacíos en la casa exterminada y vaciada por la muerte”
El discurrir temporal de la narración transcurre en dos momentos: en el primero, Posse (2013) relata la experiencia dolorosa de enfrentarse al acto suicida del hijo, llevado a cabo en la casa familiar, deteniéndose con suma prolijidad en los detalles de este acontecimiento; en el segundo, narra un viaje transformador que emprende con su esposa hacia Israel, lugar al cual es trasladado desde París para ejercer su cargo como embajador de Argentina tras el acontecimiento fatídico. Este segundo momento es, de alguna manera, un intento narrativo que evidencia el modo cómo la pareja va reubicando el recuerdo del hijo, ahora ausente de sus correrías por el mundo y que muestra un proceso reparador a nivel psíquico; por la particularidad de la pregunta, este segundo momento no será abordado en el presente análisis.
Con este marco, la narración fluye entre dos experiencias del tiempo, vertientes temporales de la propuesta del ser en el mundo abierta en el texto, que se hacen consistentes en los espacios por donde fluye el relato (Bajtin, 1989; Ricoeur, 2004). Así, el lector se enfrenta, primero, al hundimiento en un dolor avasallador ante la muerte violenta que enlentece los relojes y convierte en ruinas la casa familiar; segundo, al intento por sobrevivir a un acontecimiento que ha trastocado el mundo conocido y de recuperar con ello el movimiento detenido de la vida familiar.
En la primera parte de la narración, Posse (2013) relata el encuentro con la muerte y lo que implicó para él y su esposa ingresar en “la lentitud de un tiempo sin retorno” (p. 19); una vez se enfrentan a la pérdida del hijo, su diario vivir se torna en algo fatigoso y pesado que apenas pueden sobrellevar, cada faena “establece la banalidad de un nuevo día con su diurnidad activa. Pero no será para nosotros un día más” (p. 19). No como cualquier otro: este está marcado por la “fatalidad suprema” (p. 7), el ingreso al desconocido mundo de la muerte grabará este día como un punto de quiebre, veinticuatro horas para siempre: el fatídico domingo, el reloj que no anda, la brumosa mañana: “Todas esas nimiedades de cada día pronto renacerían como hechos importantes, cargados de poder trágico, para acompañarme por décadas, tal vez hasta el último día de mi vida” (p. 6).
Para Posse (2013), hay algo letárgico y pesado en el discurrir de la experiencia temporal; es la monotonía de un tiempo que, asolado por el dolor, entraña una lentitud pasmosa: la muerte arrasa con el transcurrir cronológico del tiempo: este se detiene, se torna impreciso, se asiste a la vida como no estando; horas, minutos, segundos desfilan sin que apenas se puedan dimensionar, “Es increíble la larguísima duración de un minuto” (p. 10). Estos primeros momentos del duelo están marcados por la incursión en esa nueva dimensión, la de la no-vida del otro, aquella en la que el sujeto experimenta el congelamiento de la cotidianidad, la sensación de un tiempo estancado “La tarde siguió pasando en el segundero de la cocina, no en nosotros” (Posse, 2013, p. 13): porque hay algo en el entendimiento humano que no fluye a la par que el tiempo de los relojes, algo que no encaja, la absurda muerte hace que la vida en su discurrir cotidiano se torne esquiva. En medio de su perturbación, con obsesiva insistencia, Posse otea cómo la inclemente máquina del tiempo prospera “una y otra vez, y una y otra vez, desgranando el tiempo de la eternidad” (p. 9). Y para su impotente expectación: “Sin retorno” (p. 13), en una terrible sensación de irrealidad.
Narrada en tiempo presente la historia se deslinda de los posibles borramientos y vacíos ocasionados por el paso del tiempo, se anquilosa en un presente artificioso que sólo se ve amenazado por unas pocas dudas sobre fragmentos olvidados o imprecisos de los hechos, especialmente de algunos conectados con el acto mortal. En la narración de Posse (2013) aparecen varias referencias donde emergen estas dudas por el modo como sucedieron las cosas, vacilaciones que el narrador simplemente deja evidenciadas en la escritura como vagos olvidos, recuerdos a los que es imposible acceder. Como en el instante en que él descubre el cadáver del hijo, quien yacía sentado sobre una silla “la cabeza echada hacia atrás como si estuviese dormido” (p. 6), con la mano derecha colgando, destilando sangre y, ante esta imagen que lo enfrenta con “Lo Enorme” (p. 23), su memoria no logra precisar lo vivenciado: “No recuerdo lo que sentí. Tal vez como si fuese barrido por una onda expansiva que me ensordecía y que quizá me enmudeció” (p. 6). Lo sentido en ese instante enmudeció para siempre. Es un recuerdo hecho de vacilaciones, pues la muerte disruptiva propicia esta suerte de imprecisiones. Otro momento donde se compromete la memoria es cuando llega a su hogar el cuerpo médico y la policía a realizar el levantamiento del cadáver; entonces dice Posse (2013): “Poco recuerdo de ese momento” (p. 8); su ser, barrido por una onda ensordecedora le nubla el recuerdo, no obstante, en un intento por comprender lo que sucedió en ese instante acude a un razonamiento lógico, “aunque nadie más que yo pudo haber abierto la puerta” (p. 8); estaba dormida artificialmente y él era el único que, en vigilia, soportaba la inclemencia de la realidad.
Estos vacíos de la memoria suelen ser parte del impacto al que es sometido el psiquismo ante la rotunda llegada de la muerte; es la estocada del evento disruptivo que marca el duelo con una dosis de irrealidad provocada por la ausencia del objeto: cómo vivir en un mundo y en un tiempo en el que el amado no está presente; el discurrir de la vida es transgredido, obligando al doliente a lidiar con una verdad que está por encima de su receptividad psíquica. Ausencia, irrealidad, enlentecimiento son sensaciones que permean la relación con el tiempo del duelo. Por eso los primeros tiempos del duelo son avasallantes, asolan la vida de quienes se han quedado del otro lado, ya no solo del tiempo, sino de la conciencia, del lado de la existencia. Hay un saber que trae una especie de consuelo, “Nuestro hijo ya no sufre” (p. 12), piensa Posse (2013), “pero el dolor es realidad nuestra. Quedamos de este lado, desgajados” (p. 12). Experiencia inicial de desgarramiento familiar que muestra cómo la disrupción causada por la pérdida es estruendosa y asola el sentido de unidad familiar logrado hasta entonces.
Muestra la experiencia narrada cómo en el instante en que el sujeto es confrontado con lo real de la muerte, con la noticia de que algo amado acaba de ser perdido, se genera una conmoción tan potente en el psiquismo que queda aturdido, trastocado, la fuerza de los afectos nubla la razón, y por ello los recuerdos pueden quedar escindidos, reprimidos, inalcanzables; el dolor psíquico es, siguiendo a Nasio (1997), “ “un afecto que escapa al pensamiento” (p. 23), y por ello esta experiencia es tan oscura, tan irreflexiva, sobre todo en sus comienzos. En Posse (2013), este oscuro abismo psíquico se cierne desde el encuentro con el cadáver de su hijo:
Creo recordar que reflexioné y comprendí que estaba aplastado, demolido, en un inesperado repliegue de la vida. Habitaba una especie de sonambulismo relativamente lúcido. Me parecía que me refugiaba en algo como fatalidad o indiferencia. Al mismo tiempo sentía como si me moviera entre las ruinas de la casa, sin embargo, intacta en su estructura y su mobiliario. (p. 8)
Aplastado, demolido, significantes que intentan nombrar lo inconmensurable, lo que se instala como realidad a la que no se puede acceder, es la experiencia de desestructuración yoica, el sujeto confrontado a su división fundamental; por ello el recuerdo es fragmentado, impreciso, pues justo con el dolor surge la conciencia de la fatalidad. Por eso advertía Freud (1981b/1930) que “jamás somos tan desamparadamente e infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor” (p. 3029).
La experiencia del tiempo enlentecido, del tiempo cargado de recuerdos que se tornan esquivos, cobra consistencia en los lugares narrados que se tornan metáfora de la experiencia subjetiva del duelo. En esta línea, el relato es pletórico en alusiones a espacios que escenifican el modo como el sufrimiento ocasionado por el suicidio intenta ser representado, anclado a las palabras renuentes ante lo inefable de esta muerte. “Pueblo nocturno”, “infierno sin llamas” “la casa del dolor”, son nominaciones con las que el autor intenta nombrar el territorio habitado por el doliente del suicida, lugares aciagos transformados por la disrupción que implanta un cambio radical en el trasegar cotidiano y perturba la capacidad de elaboración subjetiva.
Y es que el duelo abre una frontera nueva, según Posse (2013), un lugar destinado a los dolientes, donde pernoctan los excluidos del goce de la vida a causa del dolor por la pérdida de lo amado, un poblado oscurecido por el dolor y la desesperanza de quienes lo habitan. Esta frontera se torna en algo desconocido, allí solo se puede asistir como iniciante, por eso dice: “Con S. debutamos en el pueblo nocturno de desesperanzados y dolientes. Excluidos de la gran distracción vital” (p. 19). Lo que el duelo arrebata a los nuevos inquilinos de este espacio, es la posibilidad de la alegría y del gozo de la vida.
El sufrimiento que ocasiona el duelo deja al doliente sin refugio, a la intemperie dice Torralba Rosero (1998), con la casa en ruinas, exterminada, vaciada por la muerte, metáforas espaciales que usa el autor de forma insistente a lo largo de su narración para remarcar el desvalimiento y la sensación de resquebrajamiento subjetivo y familiar al que están sometido él y su esposa a causa de su dolor:
Nuestro dormitorio tiene un tono más amable, pero la casa está tomada. Todos los poderes y el señorío se concentran en torno a la muerte, a Iván en su trayecto hacia el misterio. S. y yo nos hemos transformado en lacayos prudentes, murmurantes. (Posse, 2013, p. 20)
“La casa tomada” es entonces el escenario donde ahora transcurre la vida de dos seres vacilantes angustiados por la omnipresencia de la escandalosa muerte; enfrentados al vacío de un espacio en el que ya no está su hijo, pues el trío ha sido desmantelado. Se queja Posse (2013): “Ahora sólo vida con toda la muerte a cuestas y la inexorable ausencia” (p. 27). Soledad, silencio, son ahora las marcas de “la casa arrebatada por el temporal. Ya no había casa. No había mundo ni existencia” (p. 27), todo parece reducirse a una cruda inercia que inmoviliza los tiempos y vacía los lugares, los anquilosa como meros receptáculos de dos vidas que buscan su lugar entre las ruinas de su desolación.
El estrecho margen que le proporciona ahora el hogar está demarcado por la ausencia y el vacío, por la desazón de quien se sabe conminado a padecer, a entender que ha sido “echado de la Casa de la existencia a la feroz intemperie” (Posse, 2013, p. 28). Nada de lo que hasta entonces constituía el hogar, el lugar de reposo y encuentro, el escenario familiar, nada queda en pie, la estancia se torna lúgubre ante la diáfana distancia, lo que falta deslumbra por su impetuosa presencia ausente: intemperie, lacayos, murmurantes, intentos de significar el hecho de que “Nuestra breve familia era hoy un paraíso arrasado. Una playa inundada por el maremoto donde flotan las sillas y los parasoles coloridos de un verano cancelado” (Posse, 2013, p. 28).
El encuentro con el cadáver: “La tremenda autoridad de la muerte”
Una de las experiencias más dramáticas para el doliente es el hecho de enfrentarse al cuerpo inerte de su ser amado; este encuentro se produce de variadas formas, de acuerdo al tipo de muerte acontecida: hay quienes ven morir al ser querido en casa o en el hospital, en paz o marchito en medio de un agotador sufrimiento, hay quienes sólo ven el cadáver ya pasado por las manos del experto en tanatopraxia, quien lo presenta de un modo menos aterrador para los familiares, menos muerto; hay quienes solo ven el ataúd como un envoltorio que oculta un cuerpo fragmentado o desecho, imposible de ser mirado, dado su alto grado de descomposición o descompostura, pero hay quienes enfrentan el horror de la muerte tibia, la muerte apenas acontecida: sangre, fracturas, gestos, posturas… en fin, una serie de imágenes que el doliente registra como un recuerdo inmanente del evento: muertes por asesinato, accidente, suicidio. Estas escenas configuran un marco para el duelo, pues se convierten en el último registro psíquico que se tiene del fallecido, registro que suele imponerse en el psiquismo por un buen tiempo nutriendo toda una serie de imaginarios y de fantasías perturbadoras.
Para el caso del suicidio esta última imagen se torna excesivamente violenta no solo por la escena final que el suicida deja al doliente como huella de su acto, sino también por el estruendo que trae consigo la obsesiva idea “se ha quitado la vida”. Ambas experiencias: enfrentarse al cadáver y a la idea de que el ser amado ha elegido quitarse la vida imponen al doliente un referente que va a marcar toda la experiencia de duelo. En la vivencia de Posse (2013) este encuentro fue absolutamente fortuito, impensado; después de una habitual caminata en la mañana de un domingo, él y su esposa tornan a la casa y llaman a Iván, quien gusta de dormir hasta tarde; al no recibir respuesta, él sube a su cuarto en la planta alta de la casa y se encuentra con su hijo sentado en un sillón junto al escritorio en una posición que él describe como de reposo, pero hay sangre a su alrededor: “El meñique de la mano laxa concentraba el lento goteo de la última sangre que bajaba desde el cuello y se agregaba al gran charco escarlata” (p. 6). Y el atento espectador de inmediato se conecta con lo que le dibuja este cuadro ominoso:
Sentí que estaba muerto. Me lo dije sin regatear. La muerte había ocupado su rostro confiriéndole esa gravedad autoritaria que tienen los muertos. Ahora tanteo para agregar palabras, no las encuentro, porque aquello era absolutamente inefable. Era el fin del mundo, pero privado. (Posse, 2013, p. 6)
El encuentro con este acto, vuelto escena, es, ya se decía, demoledor, inefable, lo que marca esta vivencia con la cualidad de lo innombrable. No hay modo de poner palabras directas al horror y al vacío significante al que el psiquismo se enfrenta; de esto dan testimonio algunas otras memorias de duelo por suicidio (Bonnett, 2013; De Vigan, 2019), que intentan nominar esta experiencia privada (privada como algo muy íntimo, pero privada también del lenguaje), en la que se pierde toda posible enunciación y lo que reina es una confusión muda, empobrecida de palabras para nombrar. En su propia memoria, Delphine de Vigan (2019) encuentra a su madre muerta, varios días después de haberse suicidado al consumir en exceso un medicamento con el que trataba su depresión,
Ignoro cuántos segundos, quizá minutos, necesité para comprenderlo, a pesar de lo evidente de la situación (…) Todavía hoy, más de dos años después, sigue siendo para mí un misterio, ¿mediante qué mecanismo pudo mi cerebro mantener alejada de él la percepción del cuerpo de mi madre, y sobre todo de su olor? (p. 13)
Instantes de confusión desterrados del lenguaje, gobernados por una lógica vital que se abstiene de enfrentarse a la ausencia absoluta que entraña la muerte y que ni siquiera el paso del tiempo permite franquear; veintiséis años después, Posse (2013) tantea las palabras para nombrar lo inefable del encuentro, pero fracasa: “La muerte no encuentra palabras. Las palabras son cosas de la vida” (p. 55). Dos años después, De Vigan (2019) aún constata cómo aquel encuentro con el cadáver de su progenitora sigue envuelto en el misterio, en la imposibilidad de comprender el acto abrupto de su madre que no encaja del todo en su pensamiento; ni la fetidez de la muerte le bastó para digerir la escena, fracasa también en su intento de nombrarlo. Es, palabras más, palabras menos, el fracaso del lenguaje que se agota ante el estremecimiento del cuerpo vivo que intenta interpretar sus sensaciones, ante el desconcierto psíquico que produce la conmoción de la muerte, “el supremo horror” (Posse, 2013, p. 8), la ignorancia ante el ineludible destino mortal.
Una segunda cualidad de la vivencia de encontrar el cuerpo del amado, vaciado de la vida por mano propia, emerge en el relato, en el decir de Posse (2013), la muerte le confiere una cierta autoridad al cadáver; de un lado, sostiene que el yacente ha franqueado un límite, se ha hecho conocedor de algo que a los vivos le es vedado aún y, en ese sentido, su hijo ha ganado en sabiduría, lo ha rebasado, ahora es más adulto que su propio padre; la muerte lo acerca a un conocimiento que le da un poder sobre aquellos que le sobreviven, “Es un poder inhibitorio” (p. 13). De otro lado, esta autoridad emana de las fantasías que el cadáver produce, “la vista del muerto nos provoca rechazo y su contacto nos inspira horror” (Thomas, 1989, p. 161); un cierto recelo se instala en la escena de la contemplación del cadáver, “Mirando hacia tu perfil apenas delineado contra la pared de la cama siento que de algún modo te temo. Estás embebido de la grandiosidad de lo Absoluto” (Posse, 2013, p. 15). Frente al muerto se aviva esta vivencia milenaria que representa el tabú de los muertos y que Freud referenció en su texto Tótem y Tabú (1981c/1917), en la que se evidencia esa potencia que tiene el cadáver para despertar las más intensas sensaciones de espanto, las más elaboradas formas de recato y veneración para con él y su hermético silencio. La gravedad del cuerpo sin vida le es conferida por su inexpresión, pues, según Emanuel Levinas (como se cita en Torralba Rosero, 1998), el muerto no tiene rostro, ha perdido toda expresividad, es una máscara por su rigidez, la cual es, al parecer, la que le confiere su autoridad; la hermética rigidez se convierte en obstáculo, en deseo reprimido por abrazarlo, contenido por la angustia que provoca. El padre se abstiene de acariciar el cadáver de su hijo, “no me animé a acariciar la frente por miedo al frío de la novida” (Posse, 2013, p. 15). Esta sensación térmica que emana del cadáver “es la imagen de mi destino, y nos enfrenta cara a cara con la nada, lo cual es absurdo e insoportable” (Thomas, 1989, p. 129); el cadáver enrostra de algún modo el parentesco de cada uno con la muerte, es el espejo en que nadie se quiere mirar o, si se lo hace, suele ser con el secreto temor del contagio, de la contaminación, de la profanación. Posse (2013) miraba con recelo a su esposa, quien amagaba con abrazar el cuerpo inerte de su hijo, “Tuve miedo del extremo, como si pudiese ya no haber retorno” (p. 15) para Iván, para ella, para la familia toda. Todas estas fantasías, impregnadas de cierta superstición y misticismo revelan, entonces, esa milenaria actitud de revestir a los muertos de un cierto poder para con los vivos, razón por la cual los humanos elaboraron los más refinados rituales funerarios para contener un poco su caótico accionar sobre los vivos (Thomas, 1991).
En la narración se puede advertir un tercer aspecto relacionado con esta autoridad que reflecta la muerte a través del cadáver; en su perspectiva, la contemplación del cuerpo del suicida provoca, a la vez, un cierto pudor y una admiración profunda. La sensación de pudor está asociada a la reprobación moral que se impone culturalmente a aquellos que han elegido tomar su vida por mano propia, ser su autor. Esto es, a todas luces, ominoso y reprochable, vergonzante, de algún modo, para el doliente; el cadáver escenifica esta censura de la cual el doliente no puede sustraerse, pues el suicidio emerge como afrenta, como un impetuoso acto que le humilla y que contraviene designios culturales y sagrados; además, como doliente ha de encarar una sociedad que sospecha de quienes tienen vínculos cercanos al suicida. Ahora bien, si enfrentarse al despojo del suicida es ser testigo de una extravagancia narcisista que choca con los mandatos culturales, también es serlo de una proeza, de una hazaña, pues la decisión de acabar consigo mismo no es un asunto de cobardía, por ello hay, de un cierto modo, admiración. Es el acto de quien fue capaz de ejecutar lo que todos alguna vez han fantaseado o anhelado pues, retomando a Cioran, Posse (2013) sostiene que nada es más atractivo que el suicidio, “todas las soluciones, todas las respuestas están allí, en el gatillo o la pastilla de cianuro” (p. 38). Recuerda entonces cómo frente al cadáver de su hijo no pudo más que mirar estupefacto la escena, inundado de angustia, en medio de la desolación de la casa arrasada por la muerte, temeroso y fascinado ante la autoridad del cadáver aún “fresco”. Así, como respuesta a la mezcla de pudor y admiración, el cadáver del suicida se constituye entonces en un agravio para el doliente, pero a la vez en una secreta fascinación que no puede hacerse pública; diría Diana Altavilla (2002), “Dirigir la mirada hacia el horror se sitúa siempre en un exceso de fascinación, o en un exceso de evitación” (p. 2).
Enigma y acto suicida: “¿Qué es todo esto? ¿Qué fue todo esto?”
El misterio que siempre rodea toda pérdida de lo amado se desborda cuando se trata de un suicidio, pues este modo de morir desencadena interrogantes que raramente emergen en otras experiencias de duelo, con tanta insistencia. Algo profundamente sagrado, pero a la vez profano y ominoso, se dibuja en el resto mortuorio de aquel que ha decidido dar el salto. La muerte elegida queda en el doliente como una huella que determinará su inmersión en el dolor por la pérdida, al decir de Pérez (2011), el sobreviviente de un suicidio queda como víctima de la elección del suicida que deja el enigma como marca de la experiencia. Posse (2013) reflexiona al respecto:
Estaba iniciándome en el misterio de violencia, desesperación y candor de ese hijo que había tenido a mi lado sin comprender el torbellino que lo estremecía. Alguien escribió que uno cree que está con su gato, silencioso, echado junto al fuego del hogar, pero debería saber que se está junto a un misterio. (p. 46)
Es el acto suicida, es la muerte, es lo ignorado, lo que ahora anida en el pensamiento del doliente, su urgencia más próxima es hurgar, desentrañar, “Uno tiene extrañas ocurrencias, cuando se mete en el neblinoso territorio del misterio” (Posse, 2013, p. 35).
Asolado por la incertidumbre, el dolor cobra matices de locuras transitorias, pues la fuerza e insistencia de las preguntas arrasa con toda posibilidad de una respuesta certera que calme la angustia, el doliente se enfrenta a la incerteza, a la incapacidad para dar respuestas concretas a las preguntas que brotan obcecadamente en torno a la pérdida. Con frecuencia aparecen interrogantes por el lugar donde se encuentra el ser amado perdido, por su proximidad o su distancia, por la posibilidad o no de tener conciencia en la muerte, por la condición anímica en la que se encuentra. En los casos de suicidios violentos, por la cantidad y calidad del sufrimiento padecido durante el suceso. Los montos de este padecimiento fecundan en el doliente la angustia, como la respuesta ante aquello que se desconoce (Nasio, 1997, p. 72). Esta angustia es la resultante de la incertidumbre, de la incapacidad de la razón para responder a los enigmas que porta este tipo de muerte.
Uno de los síntomas patognomónicos del duelo por suicidio es la rumiación obsesiva en torno al acto, la pensadera –nominación que hacen muchos dolientes- sobre las razones por las cuales el ser amado ha decidido poner fin a su vida; estas razones no buscan otra cosa que mitigar la zozobra alojada en el psiquismo. El contenido de los interrogantes que emergen está referido a cuestiones que sólo podría responder el fallecido –si es que acaso pudiese haber alcanzado una claridad suficiente antes del acto-. Por esto dice Tubert (2005) que “El acto suicida consumado nos arrebata al sujeto cuyo discurso es el único que nos daría acceso a su comprensión” (p. 16). Sin más atenuantes que las conjeturas, el doliente vacila, merodea…
Carecemos de pistas. ¿Qué podemos saber del yo profundo de un adolescente que se mata con tan terrible determinación? ¿Cuál es el límite, el limes, entre patología y voluntad? ¿Cómo comprender y tolerar ese empujón que echó por tierra a los padres, y ese portazo del que se va sin otra explicación que la de arrojarse al vértigo sin dejar huella? (Posse, 2013, p. 35)
El aturdimiento ante una decisión contundente, definitiva, con el sello de una “terrible determinación”, deja al doliente ante la difícil opción de tener que “comprender y tolerar” un acto del que fue excluido, un “portazo” que pone a prueba toda su moralidad, su concepción del derecho a vivir, sus prejuicios sobre la muerte voluntaria, la desilusión de haber sido echado por tierra sin consideración alguna, y sin huellas. Este hecho hace que la experiencia sea más confusa, porque los únicos recursos con los que cuenta el familiar para intentar comprender son los recuerdos fragmentados que se tienen del suicida, de su historia, los indicios de su decisión –si los hubiere- y las sombrías conjeturas. El intento de comprender esta muerte a la que se atribuye un carácter absurdo es a todas luces una lucha frenética por una verdad que, por más cierta que parezca, nunca lo será del todo; y, como enuncia Posse (2013), ¿será acaso que es posible comprender? Y adicional a este tener que comprender está el tener que tolerar; tolerar que el otro amado haya decidido partir de un modo abrupto, sin vacilaciones; y es que el llamado a la tolerancia plantea una confrontación muy exigente para el doliente, pues lo que está en juego son sus principios morales, sus ideas en torno a la libertad, la responsabilidad, el deber, en torno a la vida y a la muerte. La exigencia psíquica que conlleva el duelo por suicidio lo enfrenta entonces a un abismo insondable.
Este abismo que se abre para el doliente no es otra cosa que esa distancia inexorable que existe entre uno y otro humano en relación con lo que acontece en el mundo interior; el contenido psíquico es siempre un enigma para el otro y una gran fuente de soledad cuando de saber acerca de él se trata. Nunca se está tan solo como cuando se intenta develar el contenido de lo que acontece en el mundo interior del otro y no hay respuesta alguna. La angustia del familiar emerge ante la imposibilidad de desentrañar esa nebulosa última, el posible estado de sufrimiento que vivía su ser querido, pues un antiguo prejuicio cultural sostiene que sólo se suicida quien está aquejado de un profundo penar o hastío vital, como bien lo expresa Améry (1999): “el que está hastiado no desea saber nada de las maravillas de la creación” (p. 55). En la maraña de la confusión, el doliente aletea desesperado alrededor de la llama, buscando una luz que lo ilumine, que lo aclare; la esposa de Posse (2013) es insistente también, “No conocemos ni las causas ni los hechos y tal vez, ni las culpas. ¿Fue lo que él realmente quería? ¿O hubo algo que no conocemos ni imaginamos?” (p. 18). Ese no saber es precisamente ese espacio en donde el otro es lo infinito, lo inconmensurablemente inaccesible, el abismo que caracteriza el vínculo.
Una gran fuente de la que se nutren todas las divagaciones del doliente es la historia compartida con su ser amado; ese saber construido en el vínculo que se fue tejiendo en la interacción y en el encuentro cotidiano; quizá, en muchos casos, meras evocaciones de unos encuentros descurtidos, sin mayor comunicación afectiva, sin un acercamiento fraterno a la soledad del otro, meras imágenes que dejaban la convivencia diaria o, en caso contrario, de una riqueza afectiva en la que la palabra, la compañía y la presencia eran el aliciente de la relación. Cualquiera que sea el caso, la historia compartida, el conocimiento que se tiene del otro se convierte en un atizador de conjeturas que operan tal vez como paliativo, “Iván era seguramente un pionero de la raza venidera: los jóvenes que ven venir la vida futura como un desastre. Se anticipan. Dicen que no antes de ingresar en el teatro de horrores. ¿Qué misterio los mueve?” (Posse, 2013, p. 37).
O quizás como autorreproche:
¿Cómo no pude percibir que también me necesitabas a mí? ¿Cómo no supe acercarme a las inseguridades y miedos de tu adolescencia? (…) ¡Dios, que me diste algún discernimiento para tantas cosas menores, me lo negaste para ver lo más importante! (Posse, 2013, p. 14)
Pero las conjeturas del doliente advienen en ocasiones como una revelación aún más devastadora: en la búsqueda de respuestas Posse (2013) encuentra una foto de su hijo con sus amigos, la que escudriña en busca de indicios, “Veo en la foto la tremenda soledad del decidido” (p. 47). Esta revelación tardía se convierte en un foco de impotencia que suele germinar en un sentimiento de culpa: por no haber advertido, por no haber visto, por ser tan indiferente, por ser tan ajeno. En fin. Estos hallazgos se convierten en una experiencia agotadora, pues propician una doble sensación: por un lado, van consolidando una explicación y un posible sentido al acto suicida, y, por el otro, se van convirtiendo en el testimonio crudo de lo inexorable de lo que fue su vínculo con Iván, de lo que no se pudo detener, es decir, enrostran la absoluta impotencia frente al pasado y frente a la fatalidad.
Aun cuando la historia compartida aporta elementos para intentar tejer una respuesta, todo se queda en conjeturas, en meras divagaciones que evidencian el saber que se tenía acerca del otro, o su desconocimiento; no es más que la comprobación de una inquietante confusión que solo refuerza la incertidumbre y ahonda el enigma ante el acto suicida.
De un modo enérgico se impone al pensamiento también la pregunta por los últimos instantes del suicida, qué fue lo que finalmente desató el suceso, de dónde provino la fuerza tajante para adentrase en la nada: ¿nació de un impulso frenético y terminante? ¿De una claridad lucida y resuelta? ¿De un embotamiento interno donde ya no había lugar para el anclaje? El doliente busca entonces una posible respuesta sobre cuál fue la motivación definitiva para avanzar hasta la muerte motivado por un deseo de saber que puede convertirse en una búsqueda enardecida. En una actitud detectivesca, según lo nombra Altavilla (2017), se acude a todo aquello que ayude a descifrar la verdad: escritos, diarios, cartas, fotografías, textos sobre el suicidio, objetos… La mirada se agudiza a fin de intentar desentrañar el misterio de la muerte del amado. Tras la muerte de Iván, Posse (2013) se dedica a pesquisar las razones que lo llevaron al suicidio, en la vida de un hijo que, poco a poco, se le impone como un desconocido: “Leíamos y hablábamos (...) En todos los libros de nuestra biblioteca, en mi memoria, en el laberinto de versos y páginas olvidadas, tenía que estar el material de la respuesta posible. El rastro de la compensación liberadora” (p. 58). Desencriptó todas sus notas, volvió a los lugares frecuentados, conversó con amigos de su hijo, ajenos a él, leyó a los escritores del suicidio, tanto a quienes lo lograron consumar, como a quienes lo erigieron como fuente de inspiración para la escritura; nada sació su sed de saber, “la respuesta posible” (Posse, 2013, p. 58) solo dejó confusión y verdades inconfesadas sobre el vínculo con su hijo que marcaron un rumbo para su duelo.
Esta frenética búsqueda de respuestas fue provocada en el padre, en parte, por la necesidad de hallar un sentido al acto de su hijo, pero también como un intento de recuperarlo, de reconocerlo, pues si algo le enrostró esta muerte fue su negligencia en el acompañamiento afectivo a su hijo, le mostró también lo ajeno que le era,
Comprendo que me acerco a Iván mucho más en su muerte que en vida. Fui un padre mediocre, no pude comprender ni gozar el milagro de la filiación. Fui un torpe decidido a otras finuras, estéticas o profesionales, pero no al alma del hijo. (Posse, 2013, p. 80)
Entonces, aunque solo el hijo muerto podría despejar las dudas que avasallan al padre doliente, las respuestas parciales que este va tejiendo con su búsqueda hacen rebullir su angustia, la azuzan de forma avasalladora, inquisitoria, pues movilizan una fuerte tendencia a la culpabilidad al tornarse en una increpación que lo ubica como posible causa del acto mortal.
La participación en el acto: “¿Cómo no supe ver los abismos que te estaban llevando?”
La potencia del acto suicida en la vida del familiar es de tal naturaleza que parece imposible no implicarse de algún modo como posible gestor o coautor del hecho. Varado en su casa solitaria, en el silencioso imperio de la muerte, Posse apenas puede dormir, deambula; el cadáver de su hijo, preparado ya por la policía mortuoria, yace en su cama de hielo. Hasta allí llega el apesadumbrado padre, quién agobiado ante el rigor mortis de su crío, se pregunta “¿Cómo no supe acompañarte? ¿Cómo no supe compartir tu depresión evidente? Me conformé con la idea de que tenías un rezago de mononucleosis. ¿Cómo no supe ver los abismos que te estaban llevando? Ceguera y comodidad” (Posse,2013, p. 14). Y justo a la cabecera del recién suicidado nace el mayor tormento del padre doliente: la pregunta por la responsabilidad que le atañe en relación con la decisión suicida de su hijo. En este sentido, dice Altavilla (2002) que, en muchos casos, los afectados por suicidio extreman su indagación, “incluyéndose hasta el hartazgo en versiones fantasmagóricas de la culpa” (p. 12).
En la situación del narrador, la culpa emerge en una vertiente moralizante, ligada a preguntas por su rol como padre, por su actitud negligente y descuidada. Avasallado por las dudas, Posse (2013) especula en torno al suceso y, de un modo inevitable, aparecen las preguntas por el vínculo con su hijo; el silencio del suicida se torna en una voz que lo interroga, esta muerte es un espejo en el que se mira desolado, sometido a su escrutinio: ¿cuánto se acompañó? ¿Qué tan afectiva y efectiva era la presencia? ¿Qué soporte vital fue para Iván? ¿Qué rol o lugar se ocupó en su vida? Las respuestas son crudas, crueles en sí mismas, refrendadas en el reconocimiento de una presencia cicatera, pasada por el egoísmo, estaba demasiado pendiente de su trabajo como político y de su tarea como escritor como para entretenerse en los menesteres paternales “En verdad descansé de la paternidad transfiriendo muchas cosas a esa compañera incondicional que fue tu madre. Ella te acompañaba en todo: a las reuniones del colegio, que me parecían tan pesadas como las reuniones del consorcio” (p. 14). Descansar de la paternidad se convierte para Posse (2013) en una conclusión puntillosa, pues lo lleva a condenar su precaria aportación como padre y a partir de ello a lamentar su desatención en torno al posible acto fatídico: “Se fugó. Iván no quería seguir de este lado. Me acuso de no haber sabido darme cuenta. Estuve envuelto en mi egoísmo, en mi rutina de padre confiado, distante” (p. 17). La fantasmagórica culpa es por momentos tan implacable que entonces se atreve a interpretar el acto del otro como una especie de retaliación: “Si querías vengarte de mis descuidos paternos, lo has logrado sobradamente” (p. 15). La culpa emerge entonces como una forma de autocastigo,
Se manifiesta como una gran angustia, acompañada de un fuerte autorreproche y un juicio severo contra sí, pues la persona considera que no hizo lo suficiente frente al ser querido que perdió, que en algún punto causó esa muerte o que quizás la pudo evitar. (Mejía Correa & Fernández Fuentes, 2012, p. 2)
Pensar que se es causante de la muerte del otro o que se pudo haber evitado son dos formas distintas de sentir que, de algún modo, se participó en la decisión, bien por exceso, bien por defecto. Lo que representa la culpa es la respuesta que el doliente emite para intentar compensar esta participación, bajo la forma de remordimiento o dolor psíquico se transa con la realidad, aun cuando el precio sea el sufrimiento y la certeza de que nada aliviará este sentimiento, dice Posse (2013) “La pena desgarrante queda sin alivio alguno en nuestro yo profundo, por más que vayamos a los tribunales o a las clínicas para clamar culpas” (p. 39).
La culpa en el duelo por suicidio se presenta entonces como el resultado de un discernimiento, de una confrontación que el doliente hace respecto a su vinculación con el objeto perdido y de la cual sale impugnándose, dándose golpes de pecho, diría un antiguo dicho popular católico; inevitablemente emerge la lamentación culposa, “Me quedé en mí, sin saber leer las señales que ahora, ya tarde, son bastante evidentes” (Posse, 2013, p. 30).
El estigma, la vergüenza: “La extraña tensión de tener que dar la cara”
El acto suicida ha sido, históricamente, censurado por la sociedad y sus instituciones; se lo ha estimado como una afrenta a los valores que determinan no sólo la vida y la moral social, sino la filiación familiar. Pérez (2011) lo presenta como una acusación a la sociedad, pues lo que denuncia es precisamente la incapacidad para atender y contener el sufrimiento humano exacerbado, “El suicida denuncia con su gesto todas las soledades, los abusos, la incomprensión, las injusticias y la violencia que quedarán sin resolver para siempre” (p. 15). Pero el peso de estas acusaciones recae, en últimas, sobre el suicida y sus cercanos por la decisión del primero de tomar su propia vida, pues en el ínterin de las discusiones sobre este asunto la pregunta que prevalece es por la propiedad de la vida; quien logra consumar el acto es pasado por el filtro de una moral que lo desestima y lo califica de contranatural,
El suicidio de cualquier ser humano provoca un sentimiento profundo y visceral de rechazo y llega a desatar un discurso cargado de reproches hacia quienes optan por librarse del sufrimiento de una manera que algunos consideran cobarde y otros cargada de valor inhumano. (Pérez, 2011, pp. 13-14)
Este rechazo es la manera como la sociedad intenta paliar la violencia que le propicia este acto, pues, en sí mismo, el suicidio tiene la potencia de enrostrar el desvalimiento y el desamparo frente a la fatalidad; la agresión infringida a sí mismo es proporcional a la que el acto le proporciona a los demás. Por esta razón, el doliente del suicida queda sometido a dos esfuerzos, “hacer el duelo y encajar la agresión” (Pérez, 2011, p. 15). Es decir, sufrir la dolorosa ausencia del amado que se ha quitado la vida y, a la vez, padecer la condena social por el estigma que se cierne sobre el que se va y los que quedan. Esta condena está enmarcada, por un lado, en cierta cuota de perturbación mental que se endosa al doliente por ser familiar del suicida, y, por otro lado, a una implícita cuota de responsabilidad en el desenlace del acto. Por estas razones, una actitud huidiza y de auto protección puede ser la manera como el doliente encare su duelo; es preferible huir a tener que soportar el insuficiente consuelo censurado; ante las cartas y mensajes de sus cercanos, Posse (2013) expresaba: “La gente no sabe a veces escribir dos líneas sobre lo simple. Ante la muerte se leían balbuceos o laboriosas consideraciones irreales” (p. 24).
Para Posse (2013) no dejó de ser inconveniente este hecho, él mismo cargado con sus prejuicios respecto al acto del hijo, se hace juez y a la vez acusado, “vergüenza de estar en el centro de un desaguisado escandaloso que incomoda a todos” (p. 24); por esto, una de sus mayores expectativas, generadoras de angustia y temor, era “tener que dar la cara” (p. 23), pues no sólo no quería ser compadecido socialmente, “uno no está acostumbrado a dar pena” (p. 27), sino también mirado con recelo o con inquietante vacilación. Propone al respecto Altavilla (2017), “Legado de silencio, apartamiento, estigma, marca social, diferencias, son algunos de los mandatos que el suicidio como acto impone y determina, de allí en más” (p. 119).
El doliente ha de vérselas entonces con una sociedad que históricamente ha devaluado y castigado a quien opta por el suicidio. Pero no sólo al suicida, estas actitudes sociales alcanzan a proyectarse sobre sus familiares,
Los prejuicios caen en toneladas sobre los familiares (…) La responsabilidad del acto salpica a los más afectados por la muerte y al peso del luto por una pérdida que nunca se acaba de entender, se suma el riesgo de exposición a conclusiones precipitadas, a comentarios hirientes o incluso a acusaciones directas, fundadas o no. (Pérez, 2011, p. 75)
Con este peso encima, el psiquismo ha de lidiar con fuertes cargas de malestar que emergen del encuentro con los otros. El propio sujeto sabe de esa tendencia estigmatizante, lo que le genera una mezcla de angustia y aprensión hacia la convivencia cotidiana, pues la mirada escrutadora del otro, las preguntas y consuelos llenas de eufemismos, el secreto escrutinio de la participación, van configurando un cierto rechazo a todo aquel encuentro que pueda derivar en una posible acusación,
Sabíamos que deberíamos enfrentar a la gente y que era difícil. Uno siente el pudor de exhibir algo espantoso, como una inmensa joroba ya inocultable. De incomodar con algo que por su magnitud trágica no puede ser abordado con las palabras corrientes. (Posse, 2013, p. 26)
Un sentimiento de pudor y vergüenza se dibuja en el doliente, por la prominencia de su supuesta falta que lo expone ante la mirada reprobadora del otro. Si, como dice Lutereau (2019), la vergüenza es una forma de responder a la mirada del Otro, tras la muerte del amado este encuentro hace bullir muchos de los significantes que singularizan al suicidio: misterio, horror, admiración, reproche, silencio, enigma… Por ello la escasez de las palabras, aun de las corrientes. Se añade entonces al padecimiento por la pérdida, la engorrosa idea de soportar unos encuentros timoratos, encubiertos por cierta compasión y repulsión a la vez; lo que pudiera ser una red de apoyo para el dolor, se convierte en un pesado fardo que ni se desea encontrar, “siento la extraña tensión de tener que dar la cara” (Posse, 2013, p. 23).
Este sentimiento de vergüenza se configura como otro de las reacciones ante un duelo por suicidio, pero con unas peculiaridades que le son muy propias. La vergüenza emerge, sobre todo, de ese poder estigmatizador de la sociedad respecto al suicidio, por lo menos en dos sentidos: en primer lugar, surge como incomodidad frente al encuentro con el otro pues, como ya se ha dicho, presentarse en sociedad es hacer visible lo que ella misma reprocha –por tabú, por temor, por desconocimiento-. Esto hace que el sujeto tenga la impresión de ser molesto para los otros: porque no saben qué decir, porque callan, porque titubean, es decir, porque siente que les resulta incómodo actuar frente a quien tiene un rótulo de suicidio en su vida y teme presentarse ante quienes imponen el rótulo. Lo singular de este asunto es que la causa de esta forma de la vergüenza está apuntalada en el estigma social, al respecto dice Garciandía Imaz (2013) “La mirada de los otros que no forman parte de la familia se torna cuestionadora y recriminadora en la imaginación y fantasía de los deudos” (p. 76); de un modo muy conmovedor lo expone Posse (2013), luego de salir con su esposa de su autoimpuesta cuarentena:
Temerosos de encontrar conocidos que podrían murmurar con tremenda turbación «Me enteré… ¿cómo pudo pasar?». O alguien que intente regalar una imposible palabra de coraje, de resignación o de esperanza (o alguna alusión a rituales extinguidos o divinidades en agonía). (p. 56)
La vergüenza torna al sujeto prevenido, sabe que tiene que enfrentar una situación que es fuente de malestar, pero debe hacerlo en razón de las exigencias sociales (trabajo, vida comunitaria y familiar…); ante este ineludible compromiso el dolido torna a la convivencia cotidiana bajo esa tonalidad del avergonzado, pues siente que pone en jaque a quien se cruce en su camino: “Alguna de las secretarias golpea cuidadosamente la puerta de mi despacho como para darme tiempo de componerme, ¡como si pudiese estar llorando!” (Posse, 2013, p. 62). Este sentimiento obliga, además, a adoptar cierta impostura, es decir, mostrar algo contrario a lo que se está viviendo interiormente; el dolor en la escena social obliga casi siempre en el mundo contemporáneo a cierto ocultamiento, más cuando la muerte ha sido por suicidio,
En los primeros encuentros con gente conocida del barrio (el librero, el carnicero de enfrente, Silvia Barón o la señora de los gatos) uno trata de mostrarse desenvuelto como el padre que se resuelve a empezar a salir con el hijo disminuido, down. (Posse, 2013, p. 56)
Esta impronta funciona como una marca que trastoca la vida y la identidad del doliente bajo la forma de una actitud vergonzante, en el sentido de incomodar al otro, como ya se esgrimió.
En segundo lugar, la vergüenza emerge como una sensación de pérdida de dignidad. La pesada joroba de la que habla el autor es producto de una suerte de acusación que carga el padre doliente, no solo a raíz del estigma social, sino de la ignominiosa atribución -que viene de los otros, pero también de sí mismo- de haber podido ser partícipe del acto. Una vez le avisaron que no habría investigación sobre el acto de su hijo, Posse (2013) reflexiona:
Todo en orden. Agradezco a los dos oficiales. Por primera vez siento vergüenza, como si hubiese cometido una grave infracción para el orden urbano, o del mundo. Cuando les doy la mano siento que estoy rebajado a cero. Ni mi título vale. (p. 13)
Cometer “una grave infracción”, ese el nodo de esta forma de la vergüenza, donde el carácter digno se ve comprometido, “rebajado a cero”; porque aquí no se habla de otra cosa que del hecho de ser el progenitor de un suicida, de alguien que ha roto los cánones, que ha humillado a la humanidad y, por un efecto de carambola, al mismo doliente quien a la vez emite y encara la acusación. Por esta razón, esta forma de la vergüenza se asocia directamente con la culpa, con el hecho de sentirse partícipe, de algún modo, de la decisión del suicida. Probablemente, la vergüenza emerge como forma de autocastigo, propio de la culpa, pues el doliente carga con el peso de haber efectuado una transgresión, “Y siempre la sensación de que uno ha cometido algo enorme. Algo absoluto. Algo absolutamente descomedido y asocial” (Posse, 2013, p. 56).
El doliente del suicida siente así el fardo que la decisión del otro le deja a su vida, el legado vergonzante en los términos en los que se ha definido, por ello, “comprender la vergüenza exige comprender la capacidad de dañar de tal modo a un hombre, que le resulte imposible elaborar e integrar determinadas vivencias que le han marcado en una dimensión moral de su personalidad” (Marrades Millet, 2002, p. 430). Por ello, quizás, 26 años después del suicidio del hijo, la memoria de Posse es pletórica, aún, de la pureza de su sentir.
El doliente desestimado: “¿Cómo respetar lo que nos destruye?”
El acto suicida entraña para el familiar una conmoción existencial, lo somete a preguntas por la vida, por su sentido, por la responsabilidad, pero también por el vínculo, por el amor; Pérez (2011) sostiene que este acto se convierte en algo ofensivo y humillante para el doliente, no sólo por el estigma social que se cierne sobre él y por las preguntas acuciantes sin respuesta, sino también por la desilusión que ha de enfrentar, en tanto la decisión de su ser amado encarna un borramiento del otro para poder llevar a cabo el acto, un borramiento que el doliente, en medio de su caos psíquico, su desentendimiento, puede traducir como desestimación, desamor. Y es que, como acto disruptivo, el suicidio es un eco estruendoso en la vida psíquica que retumba en todo lo que tiene que ver con el vínculo afectivo, ¿o afectado? Diríamos.
Y es que, en la decisión del suicida, no puede haber titubeos, requiere de una emancipación de aquello que lo ata, de lo que afectiva y moralmente constituye una ligazón; este hecho es, probablemente, una de las bregas más dolorosas con las que debe lidiar un suicida antes de cometer su acto, ya que la vinculación afectiva, que tiene un trasfondo moral también, impide dar el paso, por esta razón el acto final sucede contra todo posible amago de culpabilidad o compasión por el otro, según Posse (2013), “No puede tener mucha bondad consigo mismo ni con los otros” (p. 46); el suicidio es una acto que no puede estar atravesado por la compasión.
Para el doliente, entonces, la determinación del acto puede interrogar la magnitud del afecto y, por lo menos para Posse (2013), no queda la menor duda de que para lograr su propósito, el suicida debe tachar su vinculación con el otro y con el mundo; así se lo explica debido al acto de Iván: “En ese abismo nosotros quedábamos atrás, casi lejos. No éramos dignos de mayor cuidado y consideración. Éramos parte del mundo y él quería acabar con el mundo, apagarlo, extinguirlo” (p. 75). Estas conclusiones instalan en el psiquismo una sombría confusión, en tanto es otra forma como se pone en cuestión la calidad del vínculo que se ha tejido con el amado, el sello que la figura de los que quedan —quizás amorosa, quizás lejana como en el caso de Posse— puede haber sembrado en la vida del otro. El suicidio boicotea las certidumbres incuestionadas de haber servido como puntal al otro, como punto de apoyo, y esto, en el doliente, se traduce en una fuerte de devaluación hacia sí mismo, hacia su capacidad de dar, albergar, proteger; así lo expresa Posse (2013): “no sabré fundar nuevas protecciones. Siento que soy un jefe con su tropa diezmada. Estoy derrotado y definitivamente vencido. Eso es lo que se siente” (p. 15). Lo que ha logrado su hijo es desmantelar el trío que era su grupo familiar, se ha roto la unidad y con ello adviene, para el padre doliente, la frustración de un amor impotente que se suma a un punzante remordimiento por su torpeza como padre, por su escatimada presencia en la vida de él, “se pone en evidencia cuánto miedo tuve de quererlo. Es una convicción amarga. Mi tiempo, mi orgullo. Arrogancia… De todos modos, ya es tarde” (p. 38). El suicidio connota para este hombre abatido el reflejo de una ausencia paternal que lo obliga a soportar, ahora, la ausencia absoluta de su primogénito, con un dolor inexcusable.
Garciandía Imaz (2013) lo nombra como “un sentimiento de lesión narcisista” (p. 77), una afectación directa al sentimiento que los vinculaba; suelen emerger, como pregunta generalizada, ¿por qué me hizo esto? ¿Por qué nos hizo esto? Y esta pregunta entraña el desentendimiento que el acto deja, pero también la idea de que ese acto tuvo un destinatario: el doliente lo asume como dirigido a él. ¿Lo merezco? ¿es justo? O, según Posse (2013): “¿Se mató para matarme? ¿Para matarnos?” (p. 35). Preguntas que retumban en el amor mancillado. “¿Cómo pudo?” (p. 38), es la pregunta seca y directa que lanza su esposa en medio de su dolor; lo inexplicable del acto dibuja, de algún modo, la extrañeza por un suicidio que los dejaba al margen y en el que no había “Ninguna referencia de compasión y empatía con su madre, o para su padre” (p. 74).
Tanto en la literatura como en el pensamiento popular se sostiene que en la experiencia de dolientes por suicidio hay una dimensión de tragedia, pues esta decisión no es consentida, mucho menos cuando se interroga la valía del afecto, la preponderante fuerza con la que se carga al vínculo. De un particular modo, el escritor refriega, en algo, su amor dolido a su hijo cuando le habla directamente para decirle: “Estamos seguros de que el daño que nos causaste con tu acto terrible es mucho mayor que el que pudimos causarte yo y tu madre, tu madre o yo” (Posse, 2013, p. 81).
Este aspecto es particularmente importante en la comprensión del sufrimiento del doliente por suicidio, pues este está cargado de todos los significantes que culturalmente se le atribuyen al acto suicida, pero también lo está con el fardo de un vínculo roto a través de una extrema violencia que, como un portazo en la cara, los deja del otro lado: impávidos y desilusionados ante el desmonte de la falaz idea de que el amor todo lo contiene, todo lo puede. Mancillado en sus sentimientos, humillado ante la contundente conclusión de que había estado vinculado a un extraño, Posse (2013) no minimiza el elocuente “afiche” que les deja su hijo en una nota suelta, encontrada en sus pesquisas “en letras mayúsculas, VIVA LA MUERTE” (p. 78).
Conclusión
La experiencia del doliente enfrentado al suicidio de un ser amado es una de las vivencias más exigentes para el psiquismo, pues este acto tiene el poder de confrontar al que se queda con su modo de vincularse, de amar, de proteger, de ser solidario; en términos del duelo, es “esa larga y peligrosa noche del alma”, en la que el sujeto está amenazado en sus seguridades y en su capacidad de ser contenedor del otro. Por ello surgen de forma dramática las preguntas insistentes, sin respuesta; por ello el dolor acuciante frente a una posible injerencia en la decisión; por ello el pudor punzante de tener que enfrentar a una sociedad que deslegitima esta forma de morir y que duda sin piedad del que se queda; por ello la terrible sensación de no haber acogido y amarrado lo suficiente a quien, de manera brutal, decide fugarse de un portazo.
Posse retrata nítidamente el drama de su duelo por suicidio; su escritura, después de 26 años, reencarna en toda su nitidez el oneroso encuentro con la Enorme muerte, pero no con cualquier muerte, con la muerte voluntaria, aquella que deja al doliente como mero espectador expectante. La lucidez del que alcanza a cometer el acto contrasta con la lucidez del que ha de encarar el dolor de la decisión del suicida. Quizá por ello, después de tanto tiempo, el autor torna a las palabras como el único medio para salir de la bruma, aligerar el peso, dejar su voz para que otros tengan alguna luz en la oscuridad de esa larga y peligrosa noche.
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Notas